viernes, 21 de septiembre de 2007

La historia se esconde bajo un adoquín

"Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso..."
Roberto Arlt, “El placer de vagabundear; Los extraordinarios encuentros de la calle"

La idea de que todo tiempo pasado encierra cierta nostalgia, acaso, pueda confirmarse al mirar los adoquines todavía mojados, después del aguacero. Y entonces ahí, están ellos. Tan brillosos y pulidos que alguien podría decir –y no se equivocaría mucho–, que ostentan cierta elegancia.
El empedrado de una calle de Floresta dibuja prolijos abanicos y, vaya uno a saber por qué, aún no fue asfaltada (salvo por los tres o cuatro “manchones de brea” que tapan caprichosamente algunos sectores). Esta callejuela se resiste –sin saber la poca trascendencia que tiene– “al progreso” del asfalto. Y es que así funcionan los sarcasmos de la historia. Hace poco más de cien años era exactamente al revés.
Corría el año 1890 y eran los presos del penal de Sierra Chica los que producían los adoquines y bloques necesarios para la pavimentación, llevada a cabo por la Dirección de Vialidad en la Capital. La llegada del empedrado, entonces, comprendía una mejora notable para los vecinos de muchos barrios. Ya no más barro ni carros atascados. Detrás del empedrado llegaron los tranvías eléctricos que se constituyeron, de a poco, en el servicio de transporte más usado. La época de los bueyes comenzaba a cederle el paso a la de los guapos, que dirimían sus pleitos con cuchillos sin filo.
Eran aquellos, días y noches en los que la minoría rica vivía opulentamente en sus mansiones, palacetes y estancias; mientras el resto vivía, o mejor dicho, sobrevivía como podía. Respirar el olor que destilaban los tangos bailados a la sombra de la ilegalidad y el vicio a veces era un alivio.
El gentío de los barrios más populares ponía en la calle (a falta de otro lugar mejor), el centro de su vida social. Todo, absolutamente todo (o casi) tenía lugar puertas afuera. Así el “escenario” era la calle y allí sucedían los trabajos y los tiempos muertos, los amores y los desengaños, los juegos y las peleas, los niños y los viejos, el fútbol...
Hoy, la cosa es bien distinta. El desmesurado crecimiento de Buenos Aires (además de la inseguridad) hace que sólo en los barrios más alejados se puedan ver chicos jugando en plena calle o a los ancianos tomando sombra y mate en las veredas. Aunque hace mucho que ya la vida no sucede “puertas afuera”.
Todo esa época que vive en libros y tangos aún palpita bajo el asfalto de las arterias más importantes de la ciudad. Sólo los bordes de algunas avenidas conservan la memoria del tiempo en que los adoquines marcaban cierta pertenencia. Un dicho popular explicita: “vos, pibe tenés menos adoquín” (léase calle), y es usado, generalmente, para incomodar a los poco prácticos y, sobre todo, a los que no manejan los tan dogmáticos “códigos” de barrio.
No por nada en los últimos años algunos de los proyectos de la Legislatura Porteña incluyen programas que revalorizan ciertas zonas (como el casco histórico) que comprende, ¡oh, casualidad!, la remoción del asfalto.
Es que en el adoquín, en el empedrado late el mundo que ya no es pero que siempre será. Quizá se dieron cuenta de que, efectivamente, en el detalle también se puede encontrar a Buenos Aires.

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